No es información, es abuso de poder

Adriana Dávila Fernández

Diputada federal

Durante muchos años, el que fuera tres veces candidato a la presidencia de México denunció la participación imprudente e indebida de las autoridades (federales y locales) en los procesos electorales. Fue tajante al manifestarse contra toda propaganda, con fines electorales, desde el gobierno. Como opositor al PRI señalaba que «ellos apuestan mucho a derramar recursos para crear un ambiente artificial de prosperidad, utilizan recursos para dar ayudas personalizadas y obtener los votos».

Cómo olvidar el «¡cállese, ciudadano presidente! Deje de estar gritando como chachalaca», que luego se convirtió en el «cállate chachalaca» durante distintos eventos en la campaña electoral del 2006, forma en la que recriminó el otrora Jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal el activismo verbal del ex presidente Vicente Fox, cuando aprovechaba los espacios públicos para señalar que detestaba -al igual que la mayoría de las y los mexicanos-, «la demagogia, el populismo, el engaño y la mentira», sin aludir a su nombre o hacer un llamado específico al voto.

Ante su queja, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación señaló esa conducta como «un riesgo» para la elección, lo que determinó en el 2007 la reforma constitucional del artículo 134, que prohíbe la propaganda de promoción de cualquier servidor público en los tres órdenes de gobierno.

Hoy, desde el púlpito presidencial denuncia que el INE busca censurar las conferencias matutinas del ciudadano presidente, y se anuncia que no se van a dejar. ¿Cómo puede ser que este órgano electoral no sea una pieza más de la colección de floreros institucionales y pretenda aplicar la normatividad vigente?

No cabe la menor duda del carácter y sentido propagandístico y proselitista de estas conferencias, pues no hay ni un solo día que en ellas no se fije la postura radical, unipersonal, de un gobierno populista que piensa que “llegó a salvar a este país”, pero que en la realidad lo somete a un proceso de destrucción.

Es oportuno señalar que ningún presidente de la historia de México desarrolló la práctica de expresar ocurrencias, quizás porque tenían cosas más importantes que hacer, como, por ejemplo, gobernar y atender los graves y complejos problemas que hemos enfrentado.

Sin embargo, la bandera que enarboló durante décadas al exigir la no intervención del gobierno en las elecciones, ahora decidió guardarla en defensa de su «libertad de expresión». Aquello que criticó del abuso del poder, hoy pasa al «informar al pueblo». Exigió condiciones de igualdad, sin mano negra de la autoridad, y ahora se autoproclama «guardián de las elecciones», porque no le gusta la autonomía del árbitro -el mismo que hizo válido y legal su triunfo en 2018-, ni que le señalen límites a su activismo, por eso descalifica y cuestiona a la autoridad electoral.

Entre sus dichos y sus hechos hay un puente de cálculos perversos y maquiavélicos para involucrarse en los procesos electorales, parte de su personalidad para alcanzar sus objetivos, en este caso, presentarse, una vez más, como víctima del ataque constante de sus adversarios, con una supuesta superioridad moral (manchada por las ligas de René Bejarano, bolsas de plástico de Carlos Ímaz, sobres de Eva Cadena o bolsas de estraza de su hermano Pío, con recursos que nadie ha podido explicar para qué se utilizaron) que solo entienden los que le profesan lealtad ciega.

La prioridad para el habitante de Palacio Nacional es ganar votos en junio próximo, así sea con tácticas que contraponen a mexicanos contra mexicanos; con el reparto de dinero público para crear un ambiente artificial de prosperidad y violar todas las leyes, y hasta lamentablemente, con el lucro electoral de las vacunas. Al presidente se le olvida que vivimos en una democracia. Él no es ningún monarca.

 

 

 

 

 

 

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