El mensajero

Adriana Dávila Fernández

Una de las características de este gobierno federal es comunicar sus mensajes a través de símbolos. De ahí que esta táctica de tropicalizar el pleito entre quienes disienten de su forma de pensar y quienes están a su favor; la división entre conservadores y liberales, entre los integrantes de una «mafia» y el «pueblo bueno y trabajador», entre buenos contra malos, le ha funcionado muy bien al presidente López Obrador en estos 21 meses de su mandato. Ha puesto el ultimátum de «estás con el gobierno o contra el gobierno», en tanto que su autoridad solo demuestra su ineficiencia.

Ha propagado una lucha absurda entre el «vamos requetebién» y el reclamo de la realidad de habitantes que lo único que demandamos es el cumplimiento de sus promesas electorales, porque tenemos derecho a un buen gobierno que actúe con sensatez, responsabilidad y eficiencia.

Poco importa el fondo de los problemas, lo esencial es justificar la inexistente atención a las graves dificultades que nos aquejan, «consecuencia de lo que dejaron los representantes del pasado», repiten una y otra y otra y otra vez los agoreros de la cada vez más reducida secta de creyentes del llamado «mesías tropical».

Las decisiones tomadas en más de un año y medio han dejado mucho que desear (fraternidad entre mexicanos, políticas públicas eficaces, gasto público racional) y mucho más qué lamentar (más de medio millón de contagiados, alrededor de 59 mil fallecidos por Covid-19, otros tantos debido al desabasto de medicinas para personas con cáncer, y poco más de 58 mil homicidios violentos, incluidos feminicidios). Y lo único que atina el gobierno es a preparar el show matutino de cada mañana para responsabilizar a los que no acompañan sus resultados.

Como parte de esta pantomima política, muchos son ya los tantos mensajeros del presidente que entran en acción para defender lo indefendible. Le tocó turno al Fiscal General de la República, representante de una de las instituciones que se supone debiera ser autónoma e independiente del Poder Ejecutivo -que por cierto hoy da señales de sometimiento y dependencia-, quien desempeñó el cargo de vocero para delinear, -según él- las diferencias entre los casos Lozoya-Nitrogenados-Odebrecht y Rosario Robles-Estafa Maestra y la consecuente aplicación de criterios legales en cada caso. El mensaje fue contundente: la aplicación de la justicia no depende del tamaño del pez, sino del tamaño del rencor presidencial.

Es particularmente preocupante que la instancia responsable de fundamentar sus acciones, investigar e integrar las carpetas correspondientes, fincar responsabilidades y, me parece lo más importante, comprobar los delitos y tener certeza de ello, acuse que la indiciada «no ha sido solidaria con el Estado«, porque en el lenguaje del régimen, no se dio a la tarea de «cantar» las tonadas que quieren escuchar en Palacio Nacional.

Lamentable mensaje del mensajero con cargo de fiscal general, porque le dio más pesó a la venganza presidencial contra la exsecretaria Robles, por haber exhibido la corrupción de uno de sus incondicionales, René Bejarano, que a la aplicación de la ley o a la impartición de justicia. Se pretende, bajo la falaz bandera de «limpiar y conocer la verdad«, aplicar «cláusulas» que desvíen la atención de la ineficiencia del gobierno para hacer frente a la pandemia, al desplome de la economía, a la pérdida del empleo, o al incremento de la inseguridad pública.

En pocas palabras, el gobierno es responsable del mucho dolor que hoy existe y que pudo haber evitado, del miedo e incertidumbre que recorre la mente y el corazón de las y los mexicanos. De la promesa electoral de «justicia para todos«, pasamos, por decreto presidencial, a una justicia selectiva.

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