El Jabonero de la ciudad Condal

Por: Oswaldo López Sánchez.

Fotos: Revista El Ruedo y Rtve.

Muchas han sido las historias que relacionan la figura del toro bravo y sus distintos pelajes, algunas convertidas en mitos y leyendas, otras en simples figuraciones. Esta el toro rojo que persigue unicornios, el blanco que rapta señoritas con nombre de continente, el negruzco que espanta borrachos en plena noche o el pálido que debía ser sacrificado como ofrenda y, al no serlo, dio cimiente a un conocido monstruo de la mitología minoica. El desarrollo y evolución de la actividad taurina, permitiría que la inventiva de esos primeros narradores denominara aquellos pelajes que hasta hoy perviven. Castaños, colorados, negros, cárdenos, burracos, carboneros, ensabanados, jaboneros etc… son apelativos que ilustran la extensa policromía de una raza de bóvido única como es la de lidia.

En la última nos vamos a centrar, ya que hay una historia acerca de un toro jabonero que se embarcó hacia un destino muy peculiar.

Corría el año 1960, en tierras de la baja Andalucía, se encuentra la finca Bolaños. Un espacio único, con majestuosos jardines donde se divisa la costa gaditana. Al interior de la propiedad, un acaudalado señor, Don José Luis Osborne y Vazquez, junto con un sequito de acompañantes, divisan en la lejanía de un extenso potrero, una marea multicolor de vacunos, encaminados por dos hombres a caballo. De esa piara, compuesta por bueyes y becerras, destaca un precioso burel de bella lámina.

Aquel se niega a seguir esa senda, pero la paciencia de esos hombres no se agota y en otro intento, logran conducir a ese morito con las cuatro hierbas bien cumplidas. La labor se cumple y prosiguiendo con las actividades, se realiza una tienta con la participación del diestro de la isla, Rafael Ortega.

Hasta aquí parecería que hemos hablado de una labor más del campo bravo y del principal cometido de una res de lidia, pero esta historia tiene un final distinto. Este jabonero no termino en una plaza de toros, sino en un recinto montado para ser exhibido a visitantes de una metrópoli que, en aquellos tiempos, gozaba de un gran prestigio turístico y acogía una cultura como propia. Hablamos de Barcelona y su Zoologico.

En aquella temporada, Don José Luis Osborne y Vazquez, gran hombre de negocios, bodeguero y señorial ganadero, donaría al citado recinto un toro, al que llamó “Coquinero”, en referencia a uno de sus brandis. Aquel toro desembarcó en un recinto montado para su albergue y posterior exhibición-Por cierto, hecho de una plaza de toros portátil- para que los espectadores admirarán la belleza de un heredero del Bos Taurus.

Aquella acción cumplía dos objetivos. El primero, mostrar la belleza de un ejemplar de lidia y, el otro, una estrategia mercantil. Por esa época, Don José Luis disfrutaba del éxito de sus brandis y de aquellas embestidas poéticas de sus toros.

Dos estelas de toros bravos se convertirían en emblemas de la casa Osborne, exportando su ilustre apellido por todo el mundo. El Zaino de la carretera y el blanco de Antoñete.

Por su parte, Coquinero, el toro que exhibirá su belleza en dicha ciudad, moriría en 1971, ciego, sin poder ver la fértil tierra que lo vio nacer y sin sentir esa brisa del levante, tan característica de esa zona. La historia elevó la vida de Coquinero y será recordada como el Jabonero de la ciudad Condal.

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